BD.- Dos musulmanes “británicos”, en un intento desesperado de demostrar al mundo que el islam es una religión de paz, amor y concordia, han asesinado valientemente a un joven soldado inglés a golpes de tajadera de carnicero. La inmensa sabiduría del islam no aprecia que el gobierno británico envíe a sus soldados por el mundo a combatir a sus hermanos en Alá, que hacen, allí donde les toca, su Santa Faena de combatir por la sharia y la implantación del califato mundial.
Bueno, esa es una versión del caso. Unos lo ven así… y otros padecen esa visión.
En los años 60 una serie de televisión muy famosa. “Los Invasores”, ponía en escena a un hombre común, David Vincent, que trataba de convencer al mundo que unos invasores llegados de otro planeta estaban entre nosotros, que no tenían buenas intenciones y que la pesadilla había empezado…
Pues bien, en Europa la pesadilla ha comenzado. Y no es ninguna fantasía televisiva. Si no, que se lo pregunten al soldado decapitado de Londres, a su homólogo francés que se ha salvado por los pelos (pero con un corte de cútter en el cuello), a los suecos, que desde hace más de una semana, ven como sus ciudades arden las 24 horas del día y sus calles son tomadas por hordas de salvajes dispuestos a todo. Los invasores están aquí, entre nosotros, llegados de otras partes, con otra cultura, con otra religión, con otras costumbres, con otra visión del mundo y de las cosas, con otra ley: la sharia. La sharia que impone al musulmán el deber de expandir su religión en todo el mundo para que sólo la palabra de Alá y de su profeta Mahoma sea entendida y obedecida.
Estos invasores están presentes de dos maneras: visible e invisible. La forma visible es fácil de apreciar. Los más vistosos están vestidos como camelleros, seguidos a dos pasos por sus mujeres vestidas con una especie de toldo: unos sacos de patatas ambulantes.
Los otros, los invisibles, son más difícil de identificar. Están dispersos en la masa representativa de la sociedad multicultural y actúan solapadamente… No hacen gran cosa, a veces trabajan, a veces apoyan esquinas y se repantigan en los bancos de las plazas, los más jóvenes escuchan rap lleno de odio y vulgaridades, a veces agreden algún infiel para sacarle unas monedas para comprar algo en el kebab del barrio… De vez en cuando, muchos de ellos hacen una visita ante el juez y pasan unas vacaciones a cargo del Estado en unos hoteles llamados prisiones. Ahí tienen todo el tiempo del mundo para convencerse un poco más de que el islam es una religión de paz, amor y concordia y que aquellos que dicen lo contrario no tienen derecho a la vida, y por eso salen más motivados aún que cuando entraron.
Un día desaparecen del barrio y aparecen en Siria, Pakistán o Somalia, perfeccionándose en las técnicas adecuadas para la expansión del islam por la vía rápida. A veces también se ahorran el viaje y le cortan el cuello a algún infiel a domicilio, en la dulce Francia, la brumosa Inglaterra, o ponen unas bombas en la soleada España…
Esos topos, esos agentes durmientes, ¿cómo reconocerlos y combatirlos? Salen de cualquier parte, de nuestros barrios, los cruzamos a diario en las calles, en el supermercado, en el ascensor, visten como los demás, berrean igual, tienen las mismas caras de mala leche que todos, no huelen diferente…
Pasan desapercibidos, hasta el día que pasan a la acción y golpean a sus víctimas, sin piedad, sin límites, sin remordimientos. Están orgullos de combatir por el islam, de morir por el islam, orgullosos de ser detenidos, de entregarse a la causa, de demostrar a Occidente de lo que son capaces de hacer, y dejar el mensaje de que irán hasta el final: ¡Rendíos o someteros, si no moriréis!
Los que pasan a la acción, aquí en nuestras calles o en los montes de Afganistán y las ciudades destruidas de Siria, se convierten en héroes, en mártires si mueren, crean imitadores, otros quieren seguir el mismo camino. Son héroes y mártires… Y el número de futuros soldados de Alá aumenta sin parar. Europa rebosa de esos combatientes. La mayoría está en camino de esos frentes, algunos ya han vuelto y en cualquier momento reproducirán aquí lo que han hecho allá. La Guerra Santa ha de llevarse a cabo en todo el mundo. ¡Alá es grande!
La reserva de combatientes por la paz islámica es inagotable: esa reserva es nuestra sociedad multicultural tan enriquecedora, nuestra sociedad multicultural que se enriquece cada día de nuevos reclutas para el yihad, de nuevas bombas humanas, de nuevos degolladores y decapitadores, de nuevos carniceros…
Mientras tanto nuestros dirigentes los dejan entrar con satisfacción, frotándose las manos: unos votos electorales más para seguir un tiempo más en el poder… ¡Ya se las apañarán los que vengan después! Mientras tanto la Guerra Santa sigue expandiéndose, cada vez más visible, cada vez más cruel.
Es la sociedad multicultural: las calles llenas de parásitos, de vagos, de asesinos ansiosos de saltarnos a la garganta. Nos decapitan delante de nuestra casa y nos gritan, en medio de los eructos de la última comida que le hemos dado, que es nuestra culpa, que no obedecemos a la ley de Alá, el Misericordioso, el Magnánimo, el Omnipotente. “¡Mirad bien esa sangre que brota a chorros por la garganta cortada! ¡Eso es lo que os espera! ¡Es vuestra culpa: no obedecéis a la voluntad de Alá! Mirad ese cadáver detrás de mí. ¡Acabaréis igual si os oponéis al islam! ¡Vais a morir, perros infieles!”
Y en un eco siniestro a esas amenazas, oímos la voz de nuestros políticos y su servicio doméstico mediático ofreciéndonos la solución: “Adaptaros, abriros a la nueva sociedad, aceptad el multiculturalismo y la invasión islámica. El islam es una religión llena de sabiduría y bondad. No seáis intolerantes y racistas, tenemos leyes contra eso…”.
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